lunes, 17 de diciembre de 2012

¿Sientes necesidad de Mi Espíritu?




¿Sientes necesidad de Mi Espíritu?



         ¡Hola, mí querido amigo! Te hablé el otro día del Cielo. Y te dije que el Cielo está en cualquier lugar donde está Dios. Donde estamos el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, allí está el Cielo. Y con nosotros mi Madre María, y los ángeles, y los que cada día llegan a los brazos del Padre, de Mi Padre, de vuestro Padre, impulsados por el Espíritu Santo. Hoy quisiera hablarte un poco del Espíritu. ¿Has oído hablar de El? ¿Lo conoces? ¿Lo sientes? ¿Lo amas?... Es importante para ti.

         Cuando me iba a marchar le dije a mis amigos que no los dejaría huérfanos, que les enviaría el Espíritu Santo. Y cumplí la Palabra. Ya sabes que Yo, como Dios que soy, siempre cumplo la Palabra, soy la misma Palabra. Y a ti te digo hoy que te quiero enviar el Espíritu Santo, que deseo que lo recibas, que te llenes de sus dones, y te adornes con sus frutos.  El Espíritu Santo, que procede del Padre y de Mí, llenó de fuerza y entusiasmo a los primeros Apóstoles que estaban reunidos con Mi Madre. Y gracias a ese fuego que recibieron en el alma se lanzaron al difícil mundo que les rodeaba y pusieron en marcha la Iglesia.

         Quiero decirte algo importante: Hoy hay que poner en marcha la Iglesia en muchos sitios, y en muchos corazones. Mis amigos de toda la vida estáis un poco parados, con las barcas varadas en la orilla del mar, y sentados en la arena con aire de aburridos y fracasados. Os lamentáis que no tenéis pesca, que es difícil que “pique” algún alma en el anzuelo de la Palabra, y se quede “enganchado” en la red del apostolado. Pero, amigo mío, ¿estáis echando las redes mar adentro en Mi nombre? Yo os quiero enviar el Espíritu Santo, pero a veces me pregunto: Y, ¿para qué? ¿Qué proyecto de vida y qué plan evangelizador ofrecéis digno de que el Espíritu lo fecunde, y lo haga suyo? ¿No te parece que te falta un poco de ilusión, de audacia, de entusiasmo, de ardor y ganas de trabajar por el Reino? Quiero que sientas la necesidad de la ayuda del Espíritu. El pobre de espíritu es el que  sinceramente tiene que alargar la mano implorando un favor, y pide la limosna de la gracia.

         Te invito a que repitas con toda tu alma esa oración que la Celebración Eucarística de Pentecostés te ofrece  al terminar la segunda Lectura. Es una bella plegaria que en ese día, y todos los días, deberías elevar al Cielo, teniendo la seguridad de que Te escuchamos:

“Ven, Espíritu divino, 
manda tu luz desde el cielo. 
Padre amoroso del pobre; 
don en tus dones espléndido; 
luz que penetra las almas, 
fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma, 
descanso de nuestro esfuerzo, 
tregua en el duro trabajo, 
brisa en las horas de fuego, 
gozo que enjugas las lágrimas 
y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma, 
divina luz, y enriquécenos. 
Mira el vacío del hombre, 
si tú le faltas por dentro; 
mira el poder del pecado, 
cundo no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía, 
sana el corazón enfermo, 
lava las manchas, infunde 
calor de vida en el hielo, 
doma el espíritu indómito, 
guía al que tuerce el sendero...

Reparte tus siete dones, 
según la fe de tus siervos; 
por tu bondad y tu gracia, 
dale al esfuerzo su mérito; 
salva al que busca salvarse 
y danos tu gozo eterno”.



         Ese mismo Espíritu que me reconfortó a Mí en los momentos difíciles de mi paso por la tierra, y sobre todo en la dureza de la Pasión y la Muerte, te regalará a ti esos dones que necesitas para vivir piadosamente tu relación con Nuestro Padre y con Tu Amigo, que soy Yo, y que tanto te quiero. En este Pentecostés abandónate en los brazos de quien más te ama, y trata de que tu vida sea una relación filial con Dios y fraternal con los hermanos.

         Con todo mi corazón te deseo lo mejor. Hasta pronto.       



 Jesús


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