sábado, 8 de febrero de 2014

San Jerónimo Emiliano, 8 de Febrero

8 de Febrero

SAN JERÓNIMO EMILIANO

(†  1537)

Es San Jerónimo Emiliano, o de Miani, uno de esos santos de la caridad, de vida silenciosa y callada, pero que impresiona con sólo asomarnos a cada uno de sus detalles, llenos de fino heroísmo y de la sensibilidad más delicada para con sus hermanos. Hombre de todos, se puede decir de él, como del Maestro, que pasó por la vida haciendo bien, derramándose en aquellos que más le necesitaban: los pobres y los afligidos.

 Nace en Venecia en 1481. Su padre Angiolo pertenece a una de las familias de vieja solera militar y senatorial. Su madre se llama Diomira Morosoni. Desde muy joven se dedica Jerónimo a la milicia y pronto tiene que combatir contra los franceses en la Liga de Cambray, que habían formado contra éstos la República de Venecia, el Papa y Fernando de Aragón. El 14 de julio de 1494 asiste victorioso a la batalla de Fornovo, pero unos años más tarde, en 1511, su ejército es derrotado en el Friuli y se tiene que rendir, con las tropas que mandaba, al general francés La Palisse. Ha llegado para él la hora de Dios. Condenado a duros grillos y cadenas, tiene tiempo para pensar en la cárcel sobre la caducidad de las cosas de la tierra y, viendo que humanamente no tenía remedio para salir de aquella aflicción, sólo encuentra consuelo en la oración y en la esperanza que tiene puesta en todo momento en la Virgen María. Esta viene en su auxilio, Y un buen día, como San Pedro, ve que se deslizan de él sus cadenas, que puede atravesar las guardias sin ser notado, y que se encuentra libre y lejos de la prisión. Cuando se enteran los venecianos vienen a él para que acepte de nuevo sus anteriores cargos militares, pero no saben que Jerónimo ya no les pertenece, porque se ha decidido a vivir solamente para Dios y para sus hermanos.

 Jerónimo va directamente a Tarviso y allí, ante el altar de María, hace su ofrenda de soldado a lo divino, dejando a sus pies las cadenas de los exvotos y las armas de su milicia terrena. En Venecia empieza a estudiar con todo fervor, y a los pocos años, en 1518, tiene el consuelo de ser ordenado sacerdote. Pronto iba a comenzar la admirable misión que Dios le había encomendado.

 En este tiempo corría por Italia un movimiento de reforma, que había agrupado a una serie de varones apostólicos, impulsados por la gracia de Dios y por una ardiente y delicada caridad. Eran sus características: el fomentar entre el pueblo una vida más intensa de piedad y la asistencia a todos aquellos que fueran pobres, enfermos o desvalidos. Muy pronto iba a aparecer una serie de fundaciones que se dedican a atender hospitales, casas de recogidas, de huérfanos y vagabundos. En Génova había dado comienzo en 1497 el famoso Oratorio del Divino Amor, ejemplo clásico de una unión de apóstoles para hacer la caridad. En el Oratorio están Santa Catalina de Génova, Ettore Vernazza, que lo lleva a Roma en 1515; San Cayetano de Thiene, que funda otro hospital de incurables en Venecia en 1522; San Camilo de Lelis, el cardenal Caraffa, San Bernardino de Feltre, etc. Con ellos se pone en contacto en seguida nuestro Santo, dando comienzo a la gran obra de caridad que ha de extender después por toda su vida.

 Sus preferencias eran los pobres y los niños que vagaban por las calles solos y desamparados. A aquéllos los recoge en los hospitales, les lleva alimentos y medicinas, los consuela. A éstos, como más tarde haría Dom Bosco, los va recogiendo de los rincones de la ciudad, los lleva a su propia casa y allí los alimenta y los instruye. Ayudado de nobles conocidos y otras buenas personas, logra de este modo abrir el primer hospicio de Venecia en 1531. Le ayuda en sus propósitos su padre espiritual, Caraffa, que había de ser más tarde Papa con el nombre de Paulo IV, y con su consejo extiende sus fundaciones a Brescia, Padua, Vicenza, Verona y Bérgamo. En esta ciudad, que va a ser de ahora en adelante el centro de sus actuaciones apostólicas, San Jerónimo construye una gran casa con dos pabellones: uno para niños y otro para niñas. junto a ella, y era la primera vez que se llevaba a cabo este género de fundaciones, había instalado otra para mujeres arrepentidas, que él iba rescatando y ennobleciendo de nuevo.

 No es extraño que el ejemplo de este santo varón hiciera pronto mella en algunas de sus amistades y admiradores. Unos se ofrecen para ayudarle en sus obras de caridad, otros, con el deseo de seguir de cerca sus pasos, quieren llevar su misma vida de sacrificio y de entrega. De estos últimos casi todos son sacerdotes, y al cabo de algún tiempo ve San Jerónimo la necesidad de unirse más íntimamente en una nueva asociación o comunidad para asegurar en toda su eficacia los intereses de la obra. De este modo, en un pequeño lugar de las cercanías de Bérgamo llamado Somasca, nace la Congregación de los Siervos de los Pobres, que fue aprobada en seguida por el papa Paulo III. Cuando muere el Santo, en 1537, sus discípulos empiezan a llamarse clérigos regulares somascos, y más tarde son elevados al rango de Orden religiosa con votos solemnes por San Pío V en 1567.

 Grande era el ejemplo que daba San Jerónimo con su vida, hecha toda de caridad. Nadie que llamara a su puerta era desatendido, y vino a ser el paño de lágrimas de todos los que sufrían y lloraban. A los niños les da techo, alimento y vestidos, a la vez que buenos maestros para su educación. Nunca repara en sacrificios con tal de hacer el bien.

 Por otra parte, se dedicaba a dar misiones a los campesinos, recorriendo los campos donde trabajaban para dejarles siempre un poco de consuelo. Ellos reconocían en él al amigo y protector y se le confiaban en todas sus necesidades. El Santo les cura de sus enfermedades apestosas, besa sus heridas putrefactas, que a veces quedan curadas con sólo su contacto, y por todas partes se extiende la fama de sus milagros, tanto que, ya en vida, se le viene atribuyendo la gracia sobrenatural de las curaciones.

 El Señor iba a premiar pronto a su siervo. Por el año 1537, y a causa de las guerras que estaban asolando la región, se declara por ella una terrible peste, testigo del supremo esfuerzo de caridad de nuestro Santo. El acude a los puestos más difíciles, cura con sus propias manos a los enfermos, y, cuando éstos mueren, los carga sobre sus hombros para llevarlos a enterrar. Pronto se contagia, y, después de terrible enfermedad, entrega su alma al Señor en el mismo año, cuando contaba los cincuenta y seis de edad. La fama de su vida y milagros se extiende por Italia y por el mundo. El papa Benedicto X le declara Beato y el 12 de octubre de 1766 Clemente XIII le elevaba al honor de los altares.

 FRANCISCO MARTÍN HERNÁNDEZ

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